lago, abrigado de las olas por la corona de escollos, o, mejor dicho, por aquel círculo de rocas coralíferas en que se estrellaban las olas del mar exterior! Mientras fuera se revolvían furiosamente las aguas agitadas por la tempestad, en aquel lago reinaba la más absoluta calma. Su superficie estaba tranquila y era bruñida y lisa como la de un espejo metálico. Apenas la chalupa hizo moverse la superficie de sus aguas, despidieron éstas resplandores fosforescentes.
—Pero ¿dónde estamos?—preguntaron Hans y Cornelio.
—En un puerto seguro, desde el cual podemos desafiar a los más tremendos huracanes—respondió el Capitán.
—¿Y qué isla es ésta?
—¿Quién sabe? Yo mismo ignoro dónde nos encontramos, y por ahora no me preocupa el saberlo.
—¡Pero es maravillosa, tío!—exclamó Cornelio—. Jamás he visto una isla semejante.
—Pues en el océano Pacífico hay muchas parecidas, perfectamente circulares; pero no todas tienen un canal o paso al interior como ésta.
—¿Y tienen también su pequeño lago en medio?
—También, Cornelio.
—Son verdaderos anillos de rocas.
—De rocas, no, de coral; pues las islas de esta forma especial son obra de pólipos.