LA tempestad no cesó en toda aquella noche. Un viento terrible que soplaba del Sur, caliente como si saliera de un inmenso horno encendido o como si atravesara por un desierto de fuego, corrió constantemente sobre el golfo de Carpentaria, retorciendo, como si fueran débiles cañas, los árboles que crecían alrededor del islote coralífero.
El trueno no cesó un solo instante y las olas batieron toda la noche furiosamente las escolleras, rompiéndose en ellas con fragor tremendo.
Los náufragos del junco, que no tenían ya nada que temer del furor de los elementos, durmieron plácidamente en su chalupa, cubiertos por un gran encerado y por la vela, que los protegían de las salpicaduras de las olas.
No despertaron hasta después de las nueve de la mañana, precisamente cuando comenzaba a calmarse.
Las nubes huían hacia el Norte, en dirección del estrecho de Torres y de Nueva Guinea o Papuasia, impulsadas por las últimas ráfagas, y un sol espléndido brillaba hacia la costa australiana, dorando las