Armó el fusil e hizo fuego; pero los piratas respondieron con una granizada de flechas, sin descubrirse. Sólo algunas llegaron, ya sin fuerza, hasta la casa; las otras se quedaron a medio camino.
—No se mueven, Van-Horn—dijo el joven, irritado.
—Ya lo veo, señor Cornelio. Saben que somos diestros tiradores, y huyen de nuestras balas; así que en vez de desperdiciarlas, creo que debemos almorzar.
—Será muy frugal nuestro almuerzo, Horn.
—Yo tengo tres galletas.
—Y yo dos.
—¿Y vos, Capitán?
—Mi pipa.
—Pues nosotros, ni eso—dijeron Hans y el chino.
—Pues no moriremos de una indigestión, de seguro—dijo el piloto, que no perdía su buen humor.
Se repartieron fraternalmente las cinco galletas, que desaparecieron en dos bocados, y después, tendiéndose sobre las esterillas, se entregaron al sueño bajo la vigilancia del piloto, pues habían pasado la noche en constante alarma.
El día transcurrió lentamente, sin que los piratas intentaran un nuevo ataque. No obstante, seguían tenaces en el bosque, disparando de cuando en cuando alguna que otra flecha. Al caer la tarde, los pobres sitiados experimentaban ya las torturas del hambre y sobre todo de la sed. Desde la mañana sólo habían comido aquellas