de teck, sagú, mangostán, cedro, bambú, arenghe, saccaripre, betel, rotang y otros infinitos, se apiñaban, entrelazando su ramaje y sus raíces, y los bejucos y las plantas trepadoras formaban impenetrables redes corriéndose de un árbol a otro, subiendo, bajando y serpenteando por la tierra.
No faltaban los árboles frutales silvestres. Veíanse muchísimas mangustanas cargadas de sus deliciosas frutas; gigantescos durines cuyas ramas se rendían al peso de las suyas, que son del tamaño de sandías, de enorme peso y envueltas en agudas espinas; buá bangha o artocarpi integrifoglia, altísimos, con enormes ramas, y que dan los mayores frutos de la tierra, pues dos hombres no pueden apenas con una de ellas, frutas bastante nutritivas y que maduran todo el año, y mangos silvestres.
Después de cinco horas de marcha llegaron nuestros viajeros al centro de un inmenso grupo de árboles que despedían un olor acre, pero muy agradable.
—¿Qué aroma tan exquisito, tío!—exclamó Cornelio.
—Procede de estos árboles—dijo el Capitán deteniéndose—. ¡Qué fortuna hay aquí para los que pudieran aprovecharla!—añadió—. Estos son los árboles que dan la nuez moscada. Míralos bien, Cornelio, que lo merecen.