—Y este papú es hijo de un jefe, por lo que he podido entender.
—Sí, señor Cornelio; y su tribu está en la orilla del Durga.
—Pues entonces nos guiará hasta allí.
—Sí; pero antes trataremos de encontrar a nuestro tío y a nuestro hermano. Los salvajes saben guiarse por los bosques, y seguir una huella, por leve que sea.
—Informa de todo a este hombre.
Van-Horn no se hizo repetir la indicación, y contó al papú las peripecias de su extravío en el bosque.
—Me habéis salvado la vida, y soy vuestro esclavo—respondió el indígena—. Buscaremos a vuestros compañeros, y luego os conduciré a todos ante mi padre, que os entregará una gran piragua para que volváis a vuestro país. Nosotros no amamos a los europeos, de los cuales tenemos grandes motivos de queja; pero mi padre y mi tribu acogerán bien a mis salvadores. Marchemos, que va a ser de día.
—¿Y cómo harás para encontrar a nuestros compañeros?—preguntó Horn.
—Sé dónde está el bosquecillo de nueces moscadas. He cazado allí palomas y aves del paraíso, hace una semana.
—Pero tienes las espaldas llagadas por las quemaduras.
—No importa; no me molestan mucho.