mesándose el cabello—.
¡Los salvajes han acometido a nuestros compañeros!
—¡Y tal vez mi tío, mi hermano y el chino han sido muertos!
—¡No!... ¡Esperad!...
El piloto se precipitó entre la yerba y recogió un trozo de carta arrugado, que había al pie de un árbol. En él se veían algunas palabras escritas con el zumo de una planta.
—Leed, señor Cornelio—le dijo, intregándole el pedazo de papel.
El joven lo estiró, y leyó: "Prisioneros de los salvajes. Nos llevan hacia el Durga.—Van-Stael."
—¡Han sido sorprendidos y hechos prisioneros—exclamó Horn—; ¿pero, por quiénes? ¿Por los papúes o por los arfakis? ¿Los harán esclavos, o se los comerán?... ¡Uri-Utanate!
El papú pareció no haberle oído: había arrancado una flecha clavada en un tronco, y la miraba con atención.
—¡Uri-Utanate!—repitió el marino.
Esta vez el salvaje le oyó, y se le acercó diciéndole: —Yo conozco esta flecha.
—¿La conoces?—exclamó Van-Horn.
—Sí; y pertenece a los guerreros de mi tribu.
—¿Estás seguro de no equivocarte?
—No me engaño.