—¡Oh, bandido!
El Capitán, furibundo, se había levantado amenazando con los puños al jefe, cuando de pronto oyó dos disparos de fusil, seguidos de gran gritería.
—¡Dos disparos!—exclamó Hans—. ¡Sin duda son Cornelio y Van-Horn!...
El jefe papú se había precipitado fuera de la habitación empuñando su maza, temeroso de que fuera asaltada la aldea. Poco después dió un grito de alegría.
—¡Uri! ¡Uri!—decía, corriendo a través de las terrazas, donde se había agolpado la población entera.
Un papú, seguido por dos hombres blancos, cruzó el puente y corrió al encuentro del jefe, rápido como una flecha.
—¡Padre!—exclamó.
El jefe, que estaba muy conmovido, lo estrechó contra su pecho, diciendo: —¡Vivo!... ¡Vivo mi hijo!...
—Sí, padre. Los arfakis, como ves, no me pudieron matar.
Luego, dirigiendo una mirada alrededor, preguntó a su padre: —¿Has hecho prisioneros a unos hombres blancos?
—Sí—respondió el jefe.
—¿Dónde están? ¡Quiero verlos!
—En mi cabaña.