se apresuraron a acercarse a las chalupas, que estaban atadas en la playa.
El Capitán y Cornelio, que dormían en una tienda, mientras Hans y Van-Horn se habían quedado en el junco, fueron bien pronto advertidos del hecho.
—¿Se tratará de una señal?—preguntó el joven.
—Me lo temo, Cornelio—respondió el Capitán, que miraba con atención aquel fuego.
—¿Dirigida a quién?
—Sin duda a alguna tribu.
—Y ¿no será a nuestro prisionero? Ellos tal vez ignoran que está en nuestras manos.
—Tu idea no me parece infundada.
—¿Se dispondrán a atacarnos?
—¡Quién sabe! ¿Oyes tú algo?
—No, tío.
—¿Tienes miedo?
—¿Miedo?... ¡No, tío!...
—Toma el fusil, y vamos a ver.
—¿Vas a ir hasta allí?
—No; pero quiero explorar los contornos para asegurarme de que no hay nadie y tranquilizar a nuestros chinos. Si estos cobardes se amedrentan nos estropearán nuestro negocio de la pesca.
—¿Y Van-Horn?
—Se quedará aquí con Hans, para evitar que los chinos huyan.