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EMILIO SALGARI

y podríamos tener que vérnoslas con cuatrocientos o quinientos hombres.

—Un verdadero ejército para nosotros, que ni siquiera podemos contar con los chinos. La cosa se pone seria, tío.

—Sí, Cornelio.

—Refugiémonos en el junco. Me han dicho que los salvajes australianos no tienen canoas.

—Es verdad; pero ¿y nuestro trépang? Si se dan cuenta de que hemos abandonado la playa, saquearán el campamento, y en pocas horas perderemos el trabajo de siete días, y con él muchos miles de pesos, pues ya tenemos recogida una verdadera fortuna en moluscos.

—Y ¿no podríamos embarcarlo?

—Es demasiado pronto, y se echaría a perder.

—Pues estamos en una cruel disyuntiva, tío. ¿Crees que los chinos dormirán en tierra? Yo tengo mis dudas.

—Les obligaré a ello, aunque tenga que emplear la fuerza. Si los salvajes nos ven en gran número, podrán detenerse; pero si sólo se encuentran con nosotros cuatro, no dudarán en asaltar el campamento.

Bajemos, Cornelio.

Había cerrado la noche, una noche obscura como boca de lobo, pues la luna se había ya puesto y el cielo estaba cubierto de grandes nubarrones, que un viento cálido empujaba hacia el golfo de Carpentaria.

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