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EMILIO SALGARI


—¡Sigámosles, tío!—exclamó Cornelio.

—¿A quiénes? ¿A los ladrones?

—Y ¿por qué no? ¿Vais a volver a Timor con esas pocas olutarias, mientras podemos pescar diez veces más?

—Yo opino lo mismo—dijo Hans—. Aprovechemos los momentos para seguirlos.

—Pero ¿querrán venir con nosotros los chinos?

—No, señor—dijo Van-Horn, acercándose—. Esos cobardes se han embarcado y se resistirán a volver a tierra.

—¡Canallas!—exclamó el Capitán con ira—. ¡Ahora todo se ha perdido!

—Y ¿qué pueden hacer los australianos con nuestras calderas? Estoy seguro, Capitán, de que las han abandonado en la llanura, para no cargar con un peso inútil, que les estorbaría en su fuga.

—Tal vez tengas razón, mi viejo Horn. Vaya, no perdamos tiempo; y si los salvajes están todavía a tiro de fusil, tratemos de aligerar su retirada. Al ser asaltados, quizá abandonen las calderas. ¡Andando; a escalar las rocas!

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