—A cincuenta o sesenta pasos. ¿Distingues algo?
—Está tan obscuro, que no se ve a un hombre a quince pasos de distancia.
—Batámonos en retirada, Capitán—aconsejó Van-Horn—. Si se enteran de que no somos más que cuatro, se nos echarán encima. No hay tiempo que perder, porque dentro de media hora empezará a clarear.
—Y ¿qué hacemos con la paila?
—La llevaremos entre nosotros dos. Vuestros sobrinos, que son muy buenos tiradores, se encargarán de tener a raya a los salvajes.
—Tienes razón, viejo mío. Si el alba nos sorprende lejos del campamento, estos tunos se nos echarán encima y tendremos que abandonar la caldera. ¡Hans, Cornelio!: os confiamos nuestra defensa.
—El primero que se acerque demasiado es hombre muerto—dijo Cornelio—.
Mis balas van adonde yo las mando.
—Apresuraos, tío—dijo Hans—. Creo percibir sombras negras moviéndose a lo lejos.
—Partamos, Van-Horn.
Cargaron entre los dos con la caldera, que pesaba cerca de un quintal, y se pusieron en marcha, aligerando lo posible el paso, mientras los dos jóvenes, con los fusiles dispuestos, no perdían de vista a los salvajes, los cuales avanzaban en dispersión para presentar menos blanco a los tiros enemigos.