Otros dos salvajes, que se distinguían por sus desaforados gritos y que iban delante de los demás, animándolos, cayeron a unos cuatrocientos pasos de nuestros jóvenes. La muerte de aquellos dos hombres, uno de los cuales era brujo o sacerdote, pareció excitar la furia de los salvajes.
Abandonando toda precaución, avanzaron como un torrente impetuoso, dando gritos horribles y arrojando sus azagayas, sus hachas y sus bomerang.
No era ya posible detenerlos: para ello hubiera sido preciso un cañón cargado de metralla. Cornelio y Hans descargaron una vez más sus fusiles, y después huyeron, confiando su salvación a sus piernas.
El Capitán y Van-Horn habían ya llegado a las primeras rocas y las escalaban, empujando la caldera delante de ellos.
—¡Pronto, muchachos!—gritó Van-Stael, al ver a sus sobrinos seguidos por los caníbales.
—No temáis, tío—le contestó Cornelio—; tenemos buenas piernas.
Entre tanto los salvajes, aunque corrían a la desesperada, sin dejar de lanzar sus armas, no lograban alcanzar a los dos jóvenes, que corrían como ciervos.
En pocos momentos llegaron a las rocas y las escalaron sin detenerse.
Iban a volverse para disparar otra vez, cuando vieron al Capitán abandonar la caldera.