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LOS PESCADORES DE TRÉPANG

es... excelente!... Aún... queda... Lo juro...

—Pero, ¡desgraciado!; ¿no oyes los gritos de los salvajes?

—¡Los salvajes!... ¡Ah, sí!... Bebamos sciam-sciú. ¡Bebamos!

—Te van a comer, ¡estúpido!... ¡A bordo! ¡A bordo! ¡Miserables!

El chino balanceó estúpidamente la cabeza y comenzó otra vez su baile alrededor de los barriles, acompañándose con cánticos. Van-Horn lo echó a rodar de un tremendo puntapié.

Entre tanto, Hans y Cornelio se habían precipitado hacia los otros para obligarles a huir en las chalupas; pero aquellos desgraciados ni atendían a razones ni llegaban a comprender el tremendo peligro en que estaban. Uno solo, menos ebrio que los demás, se apresuró a ganar una de las chalupas; pero los demás siguieron jugando, bebiendo, cantando o durmiendo.

—Tío—dijo Cornelio—; están todos borrachos perdidos y no es posible hacerles entrar en razón.

—¡Oh, miserables—exclamó el Capitán, empujando con rabia al maestro y al cabo de pescadores hacia las barcas—. ¡Esto era cuanto me faltaba!

¡Pronto, Van-Horn, Hans, Cornelio: coged a estos bribones y echadlos en las chalupas!

—¿Tendremos tiempo para eso? Oigo ya muy cerca los gritos de los australianos—dijo el piloto.

—Tratemos de salvar a los más que podamos.

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