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LOS PESCADORES DE TRÉPANG

que las balas hacían en ellos, no retrocedían. Los chinos no caían sin defenderse, luchando desesperadamente a puñetazos y puntapiés y golpeando a los caníbales con las espumaderas, los arpones, los cuchillos y hasta con troncos encendidos que sacaban de las fornallas. Trataban a toda costa de llegar a la playa y ganar las chalupas, donde les esperaban el Capitán y sus compañeros.

Muchos antropófagos yacían en tierra, muertos o gravemente heridos; pero los chinos tenían pocas esperanzas de escapar, y no pocos de ellos habían sido muertos.

Dos veces había disparado Van-Horn las lantacas, aun a riesgo de herir o matar a algunos chinos, y dos veces también intentó Van-Stael abrirse paso por entre los caníbales para socorrer a aquellos desgraciados; pero todo fué inútil.

Al contrario, un centenar de aquellos salvajes intentaron acabar con los blancos y los chinos que presenciaban aquel furioso combate, y se dirigieron tumultuosamente a la playa.

No había que perder un momento. Para los tripulantes que se habían quedado en tierra no había ya salvación posible y los más de ellos habían ya perecido. No era prudente exponer a igual suerte a los que se habían salvado.

—¡A mí, Horn!—gritó el Capitán—. ¡A mí, Cornelio,

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