que iban aumentando en intensidad, y el junco, que el viento empujaba hacia en medio de la bahía, se inclinó más.
—¡Resbalamos por el banco!—gritaron Hans y Cornelio.
—¡Y los salvajes adelantan!—exclamó Horn—. ¡Eh, Lu-Hang, mándales unos cuantos confites a esa cáfila de brutos!
El chino disparó la lantaca sobre los salvajes, que avanzaban amenazadoramente dando saltos por las escolleras, para ponerse a tiro de sus azagayas y bomerangs.
Casi al mismo tiempo, el junco, levantado por la marea, salía de su lecho de arena dando un fuerte bandazo.
—¡Pronto, el ancla!—gritó Van-Stael.
Van-Horn, Cornelio y Hans obedecieron rápidamente y maniobrando con vigor en la palanca sacaron del fondo la pequeña ancla.
Van-Stael subió al castillo y empuñó la caña del timón, mientras sus compañeros disponían el velamen para tomar viento en popa y Lu-Hang lanzaba un último disparo contra los australianos, que daban espantosas voces.
Pocos minutos después el junco, ya boyante por efecto de la pleamar, salía a toda vela de la bahía, dirigiéndose al golfo de Carpentaria.