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Página:Los poemas éroticos de Ovidio - Tomo I - Biblioteca Clásica CCXXXIX.pdf/323

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Ovidio

con el oro y las piedras preciosas se ocultan las macas, y la joven viene a ser una mínima parte de su propia persona. Entre tantos perifollos, apenas adviertes, lo que de veras hayas de admirar. El amor se vale de la riqueza como de una égida que fascina nuestros ojos. Preséntate de improviso, sorpréndela desarmada, y la infeliz patentizará los defectos que le roben tu admiración. Mas no fíes demasiado en este aviso: la belleza cautiva a muchos con su aparente abandono y desprecio del arte. Tampoco impide el decoro que te presentes a la vista de tu amada en el momento de embadurnarse la cara con las drogas que al efecto preparó. Allí descubrirás sus frascos con mejunjes de mil colores, y verás fluir la grasa sobre su cálido seno. Aquellas drogas, ¡oh Fineo!, apestan como los manjares de tu mesa, y más de una vez han revuelto con las náuseas mi estómago. Ahora voy a indicarte lo que te será muy útil en el mismo instante del placer: para ahuyentar el amor precisa recurrir a todo. La vergüenza me prohibe descender a ciertas minuciosidades, pero tú agudeza suplirá lo que falte en mis palabras.

Días atrás se revolvía contra mis escritos un criticastro porque, a su juicio, mi Musa se pasaba delibertina; mas en tanto que agrade al lector y mi nombre recorra el Universo, me importa poco que éste y aquél digan pestes de mi obra. La envidia deprimió el ingenio del sublime Homero; seas quien seas, Zoilo, tienes el nombre de envidioso. Lenguas sacrilegas se ensañaron contra tus versos, ¡oh poeta, que condujiste a Italia los dioses vencidos de Troya!