paciencia en rabia y la cortesía en descomedimiento; pero cuando los vió venir tan sosegados y pacíficos, cobró casi los perdidos espíritus. Clodio el maldiciente, que ya había sabido quién era Arnaldo, se le echó a los pies, y le suplicó le mandase quitar la cadena y apartar de la compañía de Rosamunda. Mauricio le contó luego la condición, la culpa y la pena de Clodio y la de Rosamunda. Movido a compasión dellos, hizo, por un capitán que los traía a su cargo, que los desherrasen y se los entregasen, que él tomaba a su cargo alcanzarles perdón de su rey, por ser su grande amigo; viendo lo cual, el maldiciente Clodio dijo:
—Si todos los señores se ocupasen en hacer buenas obras, no habría quien se ocupase en decir mal dellos; pero, ¿por qué ha de esperar el que obra mal que digan bien dél? Y si las obras virtuosas y bien hechas son calumniadas de la malicia humana, ¿por qué no lo serán las malas? ¿Por qué ha de esperar el que siembra cizaña y maldad dé buen fruto su cosecha? Llévame contigo, ¡oh príncipe!, y verás cómo pongo sobre el cerco de la luna tus alabanzas.
—No, no—respondió Arnaldo—; no quiero que me alabes por las obras que en mí son naturales; y más, que la alabanza tanto es buena, cuanto es bueno el que la dice, y tanto es mala, cuanto es vicioso y malo el que alaba; que si la alabanza es premio de la virtud, si el que alaba es virtuoso, es alabanza; y si vicioso, vituperio.