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Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/20

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fué requerir las esposas y cordeles con que a las espaldas traía ligadas las manos; luego le sacudieron los cabellos, que, como infinitos anillos de puro oro, la cabeza le cubrían; limpiáronle el rostro, que cubierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosura, que suspendió y enterneció los pechos de aquellos que para ser sus verdugos le llevaban. No mostraba el gallardo mozo en su semblante género de aflición alguna; antes, con ojos, al parecer, alegres, alzó el rostro y miró al cielo por todas partes, y con voz clara y no turbada lengua dijo:

—Gracias os hago, ¡oh inmensos y piadosos cielos!, de que me habéis traído a morir adonde vuestra luz vea mi muerte, y no adonde estos escuros calabozos, de donde ahora salgo, de sombras caliginosas la cubran; bien querría yo no morir desesperado, a lo menos, porque soy cristiano; pero mis desdichas son tales que me llaman y casi fuerzan a desearlo.

Ninguna destas razones fué entendida de los bárbaros, por ser dichas en diferente lenguaje que el suyo, y así, cerrando primero la boca de la mazmorra con una gran piedra, y cogiendo al mancebo sin desatarle, entre los cuatro llegaron con él a la marina, donde tenían una balsa de maderos, y atados unos con otros con fuertes bejucos y flexibles mimbres. Este artificio les servía, como luego pareció, de bajel, en que pasaban a otra isla que no dos millas o tres de allí se parecía. Saltaron luego en los maderos, y pusie-