compradas en la isla, y si había alguna entre ellas de belleza tanta que pudiese igualar a la que ellos traían para vender.
—No—dijo la bárbara—; porque, aunque hay muchas, ninguna dellas se me iguala, porque, en efeto, yo soy una de las desdichadas para ser reina destos bárbaros, que sería la mayor desventura que me pudiese venir.
Volvieron los que habían ido a la tierra, y con ellos otros muchos y su príncipe, que lo mostró ser en el rico adorno que traía. Habíase echado sobre el rostro un delgado y transparente velo Periandro, por dar de improviso, como rayo, con la luz de sus ojos en los de aquellos bárbaros, que con grandísima atención le estaban mirando. Habló el gobernador con la bárbara, de que resultó que ella dijo a Arnaldo que su príncipe decía que mandase alzar el velo a su doncella. Hízose así, levantóse en pie Periandro, descubrió el rostro, alzó los ojos al cielo, mostró dolerse de su ventura, extendió los rayos de sus dos soles a una y otra parte, que, encontrándose con los del bárbaro capitán, dieron con él en tierra; a lo menos, así lo dió a entender el hincarse de rodillas, como se hincó, adorando a su modo en la hermosa imagen, que pensaba ser mujer, y, hablando con la bárbara, en pocas razones concertó la venta, y dió por ello, todo lo que quiso pedir Arnaldo, sin replicar palabra alguna. Partieron todos los bárbaros a una isla; en un instante volvieron con infinitos pedazos de oro y con luengas sartas de finí-