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la intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía. Desta manera, cayendo y levantando, como decirse suele, llegaron a la marina, y habiendo andado como una milla por ella hacia la banda del norte, se entró el bárbaro por una espaciosa cueva, en quien la saca del mar entraba y salía. Pocos pasos anduvieron por ella, torciéndose a una y otra parte, estrechándose en una y alargándose en otra, ya agazapados, ya inclinados, ya agobiados al suelo, y ya en pie y derechos, hasta que salieron, a su parecer, a un campo raso, pues les pareció que podían libremente enderezarse, que así se lo dijo su guiador, no pudiendo verlo ellos por la escuridad de la noche y porque las luces de los encendidos montes, que entonces con más rigor ardían, allí llegar no podían.
—¡Bendito sea Dios—dijo el bárbaro en la misma lengua castellana—, que nos ha traído a este lugar, que, aunque en él se puede temer algún peligro, no será de muerte!
En esto vieron que hacia ellos venía corriendo una gran luz, bien así como cometa, o, por mejor decir, exhalación que por el aire camina. Esperáranla con temor si el bárbaro no dijera:
—Este es mi padre, que viene a recebirme.
Periandro, que, aunque no muy despiertamente, sabía hablar la lengua castellana, le dijo:
—El cielo te pague, ¡oh ángel humano, oh quienquiera que seas!, el bien que nos has hecho, que, aunque no sea otro que el dilatar nuestra muerte, lo tenemos por singular beneficio.