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cil descubrir el destello de algo que nos anime a seguir la lectura. Pero, en cambio, si pudiéramos recomendar a los lectores que comenzaran por los dos libros finales, estamos seguros de que se aficionarían a esta novela extraña. Cuando el autor nos transporta a las tierras por él conocidas, Portugal, España, Italia, surge el Cervantes de las mejores páginas de sus obras maestras. En estos escenarios hasta reviven los pálidos personajes que, como fantasmas sin alma, se pasean por la primera mitad de la novela.
En la formación de ésta influyeron—como en otras muchas de las cervantinas—, junto a las múltiples lecturas de su autor, las tristes o alegres experiencias de su vida.
Cervantes dice que estos Trabajos de Persiles y Sigismunda se atreven a competir con Heliodoro, y si es cierto que de este escritor griego arranca el argumento fundamental, no es menos evidente que en sus episodios y en las novelitas intercaladas tuvo presente el autor la lectura de otros muchos libros de aventuras y de novelas bizantinas.
No es éste, por tanto, un libro de un interés continuado; pero al leerlo cuidadosamente sabrán destacarse páginas brillantes y episodios incidentales de un verdadero atractivo.