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en vuestros nietos; no sepan los rabiosos celos ni las dudosas sospechas la morada de vuestros pechos; ríndase la invidia a vuestros pies y la buena fortuna no acierte a salir de vuestra casa.” Todas estas razones y deprecaciones santas me colmaban el alma de contento, viendo con qué gusto general llevaba el pueblo mi ventura. En esto, la hermosa Leonora me tomó por la mano, y así, en pie como estábamos, alzando un poco la voz, me dijo: “Bien sabéis, señor Manuel de Sosa, cómo mi padre os dió palabra que no dispondría de mi persona en dos años, que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese yo vuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada de vuestra solicitud, y obligada de los infinitos beneficios que me habéis hecho, más por vuestra cortesía que por mis merecimientos, que yo no tomaría otro esposo en la tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido, como habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis; y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, sacaros en este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro; yo no os dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: él es mi esposo, a él le di la palabra primero que a vos; a él, sin engaño y de toda mi voluntad, y