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Oye, Jacobo, hablemos francamente!—dijo con dureza Serechka, poniéndose en pie. Si sigues persiguiéndola con tus galanteos, te romperé las muelas. Y si te atreves a tocarle el pelo de la ropa, te mataré como a una mosca. Un buen golpe en la cabeza, y abandonarás este mundo. ¡Yo tomo siempre el camino recto!

Su rostro, su figura, sus manos musculosas, que se tendían hacia la garganta de Jacobo, sugerían la idea de que para él matar a un hombre era una cosa muy sencilla.

Jacobo retrocedió un paso y balbuceó con voz ahogada:

—Yo... como ella misma...

—Cállate y se acabó! ¿Quién eres tú? ¡Esta tajada es demasiado buena para ti, chucho! Si se te tira un hueso para que lo roas, ya te puedes dar por contento. ¿Has entendido? ¡Y no sigas mirándome así!

Jacobo volvió los ojos a Malva. Ella sostuvo su mirada, llena de una ironía ofensiva, humillante sus pupilas verdes, y se apretó contra Serechkr con tanto cariño, que Jacobo se cubrió de sudor.

Malva y Serechka se marcharon, uno junto a otro. Cuando estaban ya a cierta distancia, ambos se echaron a reír sonoramente. Jacobo hundió el pie derecho en la arena y permaneció un rato como paralizado, la faz roja de cólera, la respiración cortada por la ira. A lo lejos, entre las amarillas e inmóviles olas de arena, distinguía una figurilla humana, a cuya derecha brillaba,