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la desesperación, abrazados los hijos a los padres, caminaban los mártires cristianos a la muerte. Sólo Octavio marcha firme y tranquilo. El emperador seguía riendo, mien- tras Kíros, sombrío, contemplaba a esos infe- lices. Otra puerta se abrió, y por ella, se pre- cipitaron tigres, leones, hienas, panteras, ham- brientos y ávidos de sangre. Un inmenso clamoreo se clevó de la pista mezclado con los rugidos de las fieras, que se abalanzaron a su indefensa presa, destrozándola y devo- rándola. El espectáculo había tocado a su fin. La gente se retiraba. Nerón invitó a Kíros a acompañarlo hasta el palacio. El ministro aceptó. Juntos en la carroza real recibían los vítores de la multitud. El em- perador preguntó a su ministro: — «¿Y qué os ha parecido el festival?» — «Digno del emperador»—respondió Kíros. Sí; era un es- pectáculo cruel para un emperador también

cruel,