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aguardaba en los puertos. Llegaba el término del trayecto, cuando por fin en el correo del Yeniseisk hallé dos cartas. La una, escrita a fines del otoño, en que me informaba con líneas breves la gravedad de la señora Prazinka. En la última, a mediados del invierno, la condesa ya había muerto. Ana describía con trazos serenos el fallecimiento de su madre.

— «Desde que hubo de abandonar su patria, se fué apagando lentamente como el niño que muere de frío al ser arrancado del regazo ma- terno. Ella estaba contenta de morir, sólo lloró al pensar en mí. Suplicó a la vieja Nata- cha que no me abandonase y me besó muchas veces cual si quisiera dejarme la protección de su cariño. La pobre aya se esforzaba por recitar oraciones que las lágrimas convertían en sonidos desarticulados. Yo estrechaba fuer- temente a mamá, queriendo disputársela a la muerte, pero ya su rostro se había tornado blanco, como si reflejara la maldita blancura de este cielo y sus ojos se habían entrecerrado como si acariciaran la visión lejana de la

patria».