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gritando a los perros. Erizado el pelo de dolor, perdiendo por la boca espuma, pero conscientes del peligro, los animales volvieron con vigor a la carrera. En guardia de un ataque brusco íbamos viendo quedar atrás uno a uno los ár- boles y en medio de la angustia sentíamos brotar la esperanza. Ya distinguía entre los árboles la llanura estéril, los perros también la habían apercibido y cobrando nuevos bríos tras- pusieron los últimos pinos y se lanzaron en la curva blanca del río. No tardó el bosquecillo en quedar lejos, confundido entre la obscuri- dad... Los perros, sin menguar la marcha, parecían haber olvidado el cansancio por olfa- tear el suelo y el aire, como si nos aproximá- ramos a un poblado. De pronto, dando tan recio tirón a las riendas que casi se escapan de mis manos, arrancaron impetuosos, y al volver un recodo hallamos las pilas de basura que rodean las poblaciones, y nos llegó como saludo de bienvenida el cantar de un gallo.
«Por fin podréis descansar, Ana» — le dije; mas ella sólo respondió con voz fatigada: «¡Tengo frío !»