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DE UN PERRO

doña Irene una noche en que me acariciaba i me decia:

—Eres mui chinchoso, perrito devoto, perrito lindo, ladroncito de zapatos...

Una vez instalado en casa del carnicero, me creí en la Gloria.

Allí mi ama no me obligaba a hacer nada que rebajase mi dignidad... porque frai Hilarion lo hacía.

Alí comia como un príncipe sin que se me obligase a hacer ejercicios de armas como en casa del inválido.

Allí no andaba por mis lomos el látigo de Platuni.

I, por fin, allí no se me obligaba a estudiar latin, teolojía ni canto llano... ni se me obligaria talvez a hacer el papel de tuturuto como en el convento.

Mi amo me idolatraba, i hasta me dió un puesto de confianza: me hacía dormir en la puerta del dormitorio de su mujer.

Como que don Martin tuvo por cojera de perra la cojera aquella del amanecer...

Aquel hombre era bueno como el pan, i yo me propuse serle leal como un perro, e hice el siguiente juramento:

—Al dormitorio de mi señora, ni Lucifer!

I, dicho i hecho.

Una noche, álguien se descolgó por las tapias del huerto i llegó hasta el primer patio de la casa.

Cuando el bulto aquel, que habia tomado yo por el de la cocinera, estuvo a dos pasos de mí, pude reconocerlo: era frai Hilarion.

Memorias
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