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DE UN PERRO

correspondí a las caricias de la señora, que, sin ningun escrúpulo, me escondió debajo del manto i me llevó a su casa.

La beata vivia sola, sin otro compañero que un gato romano, a quien desde los primeros momentos le tuve mala voluntad. ¡Era romano, i yo detesto todo lo que viene de Roma!

El gato tampoco simpatizó conmigo porque, no hizo más que verme, i enarcó el lomo, encrespó la cola i me mostró las uñas i los dientes.

Aquel gato romano debió pertenecer en su tiempo i en su tierra a la capilla de seises de la Sixtina, porque llegaba el mes de Agosto, i a él no le dolian las muelas ni se iba a echar por esos tejados de Dios una cana al aire.

En esa parte, no lo niego, era un gato mui compuesto en sus modales i mui de su casa.

Debido a ese obligado celibato, a que era hábil cazador i a que su ama lo alimentaba a cuerpo de rei, estaba gordo i cacheton, i parecia gozar de buena salud. Aunque debia ser asmático, porque, sobre todo cuando metia las patas en la ceniza del brasero, le roncaba el pecho, pero no escupia nunca. En eso era mui bien educado.

Tambien lo era en el comer. Con una patita pasaba i repasaba el borde del plato, para cerciorarse de si la comida estaba o nó mui caliente, i en seguida se ponia a masticar con gran parsimonia i urbanidad.

Yo nó, siempre he sido goloso i tagarote; i debido a esto quizá nunca me avine a comer en un mismo plato con mi compañero.

A la casa no llegaba sino un caballero que vestia manto i basquiña como mi patrona, i que tenia en la parte posterior de la cabeza una cicatriz