No diré que a fuerza de puntapiés, sino que a fuerza de puntapalos, pues que el inválido me pegaba con la pierna postiza, aprendí a marchar en dos patas i algunas evoluciones de la táctica militar.
Entónces, mi jefe me sacaba a la calle a hacer maniobras, recibiendo muchos Dios-te-guardes del público callejero.
Un dia acertó a pasar por alli un militar, que por el acento parecia estranjero, i cuya fisonomía me hizo recordar la de mi padre, que era un sabueso ñato, de la nariz partida.
Como todos, se detuvo a admirar mis habilidades marciales; luego, dirijiéndose al inválido, le dijo:
—Infátito, enseñe ustet el órten tisperso a ese soltato recluta.
El inválido se cuadró, le hizo el saludo de Ordenanza i le contestó:
—Está bien, mi jeneral.
¡Aquel cara de mi padre era todo un jeneral!
Mi amo hizo que los muchachos del conventillo se transformaran en soldados: todo era cuestion de un sombrero de tres picos, fabricado con un pedazo de diario, i un palo de escoba vieja, que se trocaba en fusil.
Puestos los chiquillos en columna de batalla, el cojo me dijo:
—Chorrillos, voi a enseñarte el órden disperso. Cuando yo te pase un puñado de plata i te toque la corneta, levantas la culata de tu rifle, i a paso de carga te pasas a las filas contrarias. ¿Has entendido?
Yo me quedé en ayunas, ¿Qué podia saber de órden disperso un pobre bruto como yo, que sabía