altos terrenos esteriles, donde la superficie es volcánica y tiene una infinidad de costuras y la única vegetación es el nopal o pera espinosa, tan grande como nuestros manzanos. Aquí y allá un grupo de carpas blancas se ven a la distancia, y peones vestidos de algodón ahondando barrancos o en la ladera de la montaña son como alguna especie extraña de insectos blancos.
Toda la expedición no lleva mayormente un aire del siglo XIX. Podríamos ser alguna banda de merodeadores regresado de una incursión antigua. Los Rurales tienen algo en su corte —las chaquetas de cuero gamuza, atravesada por amplios cinturones de espada, sombreros anchos, grises de felpa— de los soldados de Cromwell. Cada uno tiene un fusil en su funda en la silla, y una manta gris y escarlata atada detrás de él. Nada podría tener más espíritu, en color, que estos trajes, desmontados junto a un cactus, o echado contra el azul de las montañas distantes. En la brida de algunas de las mulas sus nombres están bordados en rojo y azul, o este de alguna hacienda, como "Santa Lucía", a la que han pertenecido.
Se entiende que un individuo con un pañuelo carmesí alrededor de la parte posterior de su cabeza, bajo su sombrero bordeado de plata, es el cacique titular de San Bartolito por descendencia de jefes antiguos. El nos precede, siendo empleado de la empresa a buscar complots y emboscadas. Cuando pasamos lo que él considera los puntos peligrosos —son generalmente cerca de elevaciones, donde un bandido potencial podría espiar el camino a distancia en ambas direcciones, y en ambos lados de barrancos como escondite y escape— vuelve a unirse a la tropa y conversa sobre lo adecuado de recibir mas pago por sus arduas tareas. No ha habido aun ninguna molestias a estas caravanas y hay muy poco probable que las haya. Por una con-