PASÉ la noche anterior en la casa de una familia española de posición, y la anfitriona defendió el deporte. Ella era una dama de redondo, sonriente semblante, correspondiente a un carácter afable, relajado, de la que no se esperaba tal salvajismo.
"Los animales tienen que ser matados en un momento u otro," dijo, "¿y por qué no de esta manera, así como otra? ustedes mismos Norte Americanos disparan a las palomas, o no y ¿están muy satisfechos cuando van de caza y obtienen una buena bolsa de presas? Además, el deporte establece un buen ejemplo de coraje a los hombres."
Su argumento no me pareció convincente para nada. Tenía un toque muy femenino y hacia la pregunta principal; y sin embargo esta es incluso la mejor defensa que recuerdo haber escuchado de una práctica que muy recientemente se ha convertido en el fenómeno social más importante de México.
"¿Usted irá mañana?" Le pregunté.
"Nos gusta pasear ocasionalmente los domingos, y Cuautitlán es muy accesible," ella contestó.
Regresaré en un poco más de detalle a esa, mi primera corrida de toros en Cuautitlán. ¡Qué tendencia artística es esto de la naturaleza humana, que tan a menudo quiere ver algo "sólo una vez," incluso cuando estamos perfectamente seguros de no poder