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LADRONES INSOLENTES Y HÁBILES.

ocupada con la variedad de productos ofrecidos en venta por los pequeños distribuidores;—cuando, de repente, sintió su sombrero suavemente levantado de su cabeza. Antes de poder voltear para atrapar al ladrón, el rufián ya estaba a una docena de yardas e distancia, esquivando entre la multitud.

En otra ocasión, un mexicano fue detenido en plena luz del día, en una parte aislada de la ciudad, por tres hombres, quienes demandaron su capa. Por supuesto, objetó enérgicamente la pérdida de tan valiosa prenda; dos de ellos se colocaron a cada lado y el tercero, tomando la prenda, inmediatamente desapareció, dejando a la víctima en poder de sus compañeros.

Su capa perdida, naturalmente se imaginó que los ladrones no tenían uso para él e intentó irse. Los vagabundos, sin embargo, le dijeron que permaneciera pacientemente donde estaba, y encontraría el resultado más agradable de lo que esperaba.

En el curso de quince minutos regresó el cómplice y haciendo una cortes reverencia, entregó al caballero una ¡boleta de empeño!

"¡Queríamos treinta dólares y no la capa," dijo el villano; "aquí está la boleta, con la que se puede canjear por esa suma, y como la capa de tal Caballero vale sin duda al menos cien dólares, usted puede considerar que ganó setenta en la transacción hecha! ¡Vaya con Dios!""

Una tercera instancia de robos, es digna de la atención particular de la excelente mafia de Londres; y me pregunto si ha sido superada en habilidad, por algún tiempo pasado, en esa ciudad notoria, donde muchachos regularmente aprenden la ciencia de robar, desde el simple robo de un pañuelo, a la abstracción compuesta de un reloj de oro y una cadena.

UNA HISTORIA DE UN GUAJOLOTE.

Cuando cierto educado juez en México, hace algún tiempo, caminaba una mañana al Tribunal, pensó en ver si estaba a tiempo para su trabajo; y buscando por su reloj—encontró que no estaba en su bolsillo.

"Como siempre", dijo a un amigo que le acompañaba, mientras pasaba a través de la multitud cerca de la puerta—"como de costumbre, otra vez he dejado mi reloj en casa bajo mi almohada."

Siguió al tribunal y no pensó más acerca de esto. El Tribunal se levantó y volvió a casa. Tan pronto como se sentó tranquilamente en su salón, recordó su reloj y volteando a su esposa, le pidió enviar a buscarlo en su cuarto.

"Pero, mi querido juez", dijo ella, "¡Te lo envié hace tres horas!"

"¿Enviado a mí, mi amor? Ciertamente no."

"Indiscutiblemente”, respondió la señora, "¡y por la persona que enviaste!"

"¡La persona que yo envié por el!" el juez hizo eco.

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