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LA ALAMEDA.

Dando vuelta al oeste de la Plaza, llegamos a la Alameda, por un paseo muy corto en la Calle Plateros, una calle llena de tiendas de orfebres, relojeros, peluqueros franceses, cocineros franceses, molineros franceses, talladores franceses y doradores y vendedores franceses de libros; y pasamos rumbo al rico convento de la Profesa o ex-jesuita—y el más espléndido de los monjes de hábito azul de San Francisco. La Alameda es una hermosa arboleda, plantados en cerca de diez acres de suelo húmedo y exuberante. La bosque, que está amurallado y protegido por puertas cerradas todas las noches al repicar las campanas para Oración, está intersectada por pasillos y rodeada por un camino de carrozas.

Fuentes lanzan sus aguas donde los caminos se cruzan, y el suelo bajo arboles adultos está lleno de flores y arbustos. La gran fuente del centro está coronada por una figura dorada de la libertad, y leones dorados lanzan chorros de agua a sus pies. Estos y otros chorros menores, en recovecos más placenteros y aislados, están rodeados con bancas de piedra. Es la moda venir aquí en carruajes y a caballo cada noche (excepto durante la Cuaresma,) y pasear alrededor del lugar, en los suaves caminos en la densa sombra, hasta la campana de la víspera— o, pararse en línea del lado de uno de los caminos, mientras los caballeros desfilan arriba y abajo o perorar media hora en la ventana de diligencia de alguna renombrada belleza.

Pero no puede haber nada más delicioso que un paseo aquí durante la madrugada. A esa hora hay una frescura y en el aire, una calma y tranquilidad, que se encuentran en ningún otro momento del día. El alumno viene con su libro; el sacerdote, de su misa temprano; la nana, con su bebé; la señorita sentimental, a suspirar por su amante, (y quizás a verlo;) los dispépticos, para hacer apetito para su desayuno; el monje, el que descansa e incluso trabajadores, se detienen por un momento bajo las sombras refrescantes, toman aliento para el día. La solemne quietud de sus arboledas es casi mágica, ubicada en medio de una población de doscientos mil. Incluso los pájaros parecen haberse hecho sagrados; espantados de las llanuras, aquí están en un santuario, y ninguna profana mano se atreve a tocarlos. En consecuencia han plantado, como si por consentimiento mutuo, distintas colonias en diferentes partes del bosque; el búho, sentado en su grupo, en un mismo lugar; las palomas, haciendo del amor el negocio de sus vidas en otro; los sinsontes, haciendo en un tercer lugar un coro perfecto; e innumerables gorriones y chochines, como tantos de Paul de Prys, parloteando con impertinencia intrusiva a través de los dominios de todo el resto.

Directamente al oeste de la Alameda y en la misma calle, está el Paseo Nuevo, otro paseo encantador de una milla de largo, bordeada con caminos y árboles y dividido por fuentes adornadas con estatuas y esculturas.

Al pasar por la puerta occidental de la Alameda, las elegantes cada noche pasan una o dos veces a lo largo de este paseo. Durante festivales está atiborrado de gente. Todas las carrozas de la ciudad deben estar allí y es la moda que toda persona importante, o que desee consideración, debe


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