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UNA CORRIDA DE TOROS.

Después de torearlo con sus capotes y lanzas durante unos diez minutos, sonó una trompeta; e inmediatamente una docena banderillas o pequeñas lanzas, cubiertos con papel dorado y floreado, las enterraron en su cuello, haciéndole atacar con rabia al agresor al sentir cada nueva picadura de las armas crueles.

Este hecho, el grupo circuló alrededor y él estaba en el medio, rugiendo, rascando la tierra, mirando de un lado del ruedo a otro, viendo en todas partes un enemigo armado apuntándole con una lanza y aullando como retándolo a atacar. Pero él fue domado eficazmente.

Otro sonido de la trompeta y dos de los matadores se acercaron sigilosamente por detrás y enterraron lanzas con fuegos artificiales, en la piel de su cuello. Resoplando, rugiente, llameante, anduvo por el ruedo azotándose con su cola y embistiendo, sin propósito, a todo.

A la tercera trompeta, el matador jefe, quien ahora hizo su primera aparición, pasó adelante y fue a la galería del juez por la espada, para despachar al animal. A estas alturas los fuegos artificiales se habían apagado, y el toro había sido burlado hacia la barricada sur del ruedo. Jadeante con fatiga, rabia y agotamiento, se encontraba indefenso. El matador (un andaluz, en bombas, medias de seda y un ajustado vestido morado, bordado con canutillos,) era una persona de marco hercúleo, y su forma varonil, en la perfección de la belleza humana y fuerza, finamente contrastaba con la enorme masa ósea y muscular de la bestia.

Enrolló su capote rojo alrededor del mango corto en su mano izquierda y se acercó al toro, agarrando en su derecha la buena espada. El toro, preocupado por el capote rojo, lo embistió. Cuando el animal se inclinó para embestir, el matador saltó con agilidad de un ciervo y recibió a la bestia con el choque de todo su peso y llevó su arma al punto, pasado a través del corazón y cayó muerto sin luchar a sus pies. La plaza estalló en aplausos por el golpe exitoso. Extrayendo su espada, negra con sangre, el matador la limpió con el capote e inclinándose ante la multitud, la regresó al juez.

La trompeta sonó nuevamente; se puso una soga alrededor de los cuernos de la bestia, tres caballos con legres cubiertas fueron llevados, se enganchó el cadáver, y con otra trompeta arrastraron el cuerpo, al galope, fuera del ruedo. Una pala llena de tierra fresca fue arrojada sobre el charco de sangre; la trompeta sonó otra vez; la barricada oriental se abrió y entró el segundo Toro.

Casi cegado por su repentino brinco a la luz desde la oscuridad absoluta de su cubil y asombrado por los gritos y abucheos de los espectadores, corrió al centro de la arena y se detuvo. Su cabeza se movió de un lado a otro, como si buscando algo en que volcarse. Rascó la tierra, azotó su espalda con su cola y evidentemente estaba "listo".


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