Y no solamente hermosa, sino de una distinción tal, que dejaba en la memoria impresión perenne.
Una sola vez la vi, en Biarritz, hace cuatro años. El Príncipe Wolkouski, rector de la Academia Imperial de San Petersburgo y asiduo concurrente á la playa de Biarritz, me había pedido una biografía de Castelar. A falta de otra más completa, le ofrecí la que figura en un libro mío que acababa de publicar el editor De Carlos; estábamos sentados en la terrasse del Casino cortando las hojas del libro y hablando del gran orador mi compatriota, cuando pasó una señora á la que el Príncipe se apresuró á saludar, dejando la conversación interrumpida.
Levanté la vista, y hallé tan extraordinaria la belleza de aquella mujer, que me faltaba el tiempo para saber su nombre.
— Es la Princesa Galitzin, compatriota mía — dijo el ruso; — una celebridad como belleza....
— Bien se ve.
— Se ha casado con el Duque de Chaulnes; de una gran familia francesa.
Cuando algún tiempo después comenzó la prensa de París á ocuparse de las dos Duquesas, sin saber porqué consideraba yo á la célebre hermosura como una amiga.... A fuerza de recordar aquella fisonomía inteligente, aquellos cabellos de un color rubio especialísimo, aquella distinción sin igual, se me figuraba que la conocía, y leía las crónicas de los tribunales con impa-