vez en cuando la comedia de salón, no podía aguantar lo que él como tantos otros llamaba «la gloriosa.» Las discusiones que hemos tenido los dos solos, delante de un buen almuerzo, en su casa de la calle de Carretas, sobre la cosa pública de entonces, llenarían libros. Catalina no podía comprender ni buen gusto ni aficiones delicadas en hombre de ideas revolucionarias. Como tantos otros, no concebía revolucionarios de camisa limpia, y mi franca risa le enojaba. Era menester que tal ó cual linda persona, cubierta la cara con el velo y el devocionario en la mano, viniese á tocar suavemente en la puerta á esas horas en que los maridos duermen todavía, y en la iglesia cercana tocan á misa, para que Catalina se levantara de puntillas, me pidiese por Dios que me fuera y dejáramos para la noche los comentarios de aquello y de lo otro.
Si pudiera hacerse una lista de las mujeres bonitas que han pasado por aquella casa de la calle de Carretas, se vería cuan afortunado fué aquel pobre amigo. Tenía el hermoso defecto de ser mujeriego, y no le bastaba un amor, ni dos, ni tres; ni en comedia alguna de las mil que ha representado hay más enredo ni intrigas de amor de las que él tuvo en cualquier día de su existencia.
En cuanto Romea enfermo gravemente, busqué yo la amistad de Catalina, convencido de que en él había de tener un intérprete como ninguno. Todavía no era Mario lo que hoy es, y la comedia de costumbres no