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DE CECILIA Y

Eduardo, de pálido que estaba se tornó lí- vido y á no hallarse enel sagrado recinto de un templo, el hablador hubiera quizás pagado muy caras sus cínicas palabras. Contenién- dose á duras penas, pues comprendía que un poco más y vendería su secreto, contestó con firmeza.

— Ignoro si esa niña ama ó no á mi tío pero sí te aseguro que es incapaz de alber- gar sentimientos bastardos y que, feliz 6 des- graciada, será fiel á los juramentos prestados al pie del altar.

Un rumor de carruajes, anunciando la lle- gada de los novios, cortó la conversación. Eduardo se estremeció más poderosamente, la concurrencia comenzó á agitarse y todas las miradas se fijaron en la puerta del tem- plo, que acababa de abrirse de par en par.

Por suerte para Eduardo, la atención de sus amigos se fijó"también en la comitiva nupcial, cambiaron de sitio, con la esperanza de ver mejor la ceremonia y se olvidaron de que él quedaba allí pálido, inmóvil y som- brío.

Al ver pasar á Margarita, bella como un sueño con su espléndido traje de novia, Eduardo experimentó un vértigo. Dió un paso adelante, crispó sus manos y un fulgor si- niestro brilló en sus pupilas; pero aquello tuvo la duración de un relámpago; apagóse