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á salvo de las celosas miradas de su marido.

Sin embargo, debo hacer justicia al joven. Ni por un momento pensó aprovecharse de la casi inconsciente manera con que Marga- rita le había dado á entender que no era in- sensible á su amor, al mismo tiempo que le quitaba toda esperanza de una criminal co- rrespondencia. Estaba decidido á cumplir su juramento de alejarse, para dejarla tranquila; pero no á olvidarla, como ella le pedía, sino á vivir con la dulce ilusión de que sus almas se comunicarían al través de la distancia. Si algún día llegaba ella á ser libre, él volve- ría para ofrecerle, con su mano, un corazón lleno de ternura.

¡ Generoso idealismo, que muchos hallarán ridículo; pero que, al encontrar una mujer verdaderamente nerviosa, suele sentir el hom- bre á los veinticinco años de la vida.

Las palabras de Margarita: «si muere mi hija, aborreceré » se clavaron como puñales en el corazón de Eduardo. Aunque compren- dió que solo el dolor podía inspirarlas, es- taba muy cierto de que un abismo se abriría entre él y la mujer amada si Cecilia llegaba á morir: la pobre madre creería siempre que ella había tenido la culpa de aquella desgra- cia, descuidando á su hija por escuchar á un loco enamorado y no podría menos de mirar

á éste con verdadero horror.