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Los quehaceres domésticos, la lectura de algunos libros viejos y deshechos que le habían prestado sus amigas de la ciudad, el cuidado de sus hermanos menores, ocupaban casi todo su tiempo y la hacían feliz.

¿Para qué quería más?

Sobre todo, era muy joven todavía, y ya tendría tiempo para casarse, cuando su padre se resolviese á vivir en la capital.



Entre esos admiradores de Leonor, contábase un gaucho joven, conocido con el apodo de Cuero-Duro.

Cuero-Duro estaba enamoradísimo de Leonor.

Tendría treinta años, ó poco más; cabellos, barba y ojos negros, renegridos; espeso bigote que le cubria los labios; una mirada penetrante; un cuerpo gallardo, vigorizado en las faenas del campo.

No tenia relación en la casa de Leonor; pero al pasar por ella, y ver á la joven tras los hierros de una ventana ó cerca del cercado, Cuero-Duro había dejado caer de sus labios más de un piropo de fina gracia é ingénuo amor.

Leonor los recibía sin escucharlos.

Ante la indiferencia de la joven, el enamorado gaucho sentía exaltada su pasión.

No solo pasó por las cercanías cuando tenía necesidad de hacerlo, sinó que cruzó el campo una y cien veces, con el solo objeto de ver á Leonor.