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De las ramas de cada una de esas plantas caía hasta el suelo una faja oscura de musgo, que las aguas de las lluvias habían arrastrado en su descenso.

Las hojas de aquella puerta junto á la que un crimen bárbaro, —segun todas las apariencias,—se había consumado, tenía más hendiduras y remiendos que saco de pobre, y, verdes en un tiempo, se habían puesto con el transcurso de los años, de un color indefinible.

Hermanas gemelas de ella eran las ventanas, y el conjunto de toda aquella ruina, pedía á gritos el golpe de gracia.


Se decían muchas cosas, que podían ser, sin que se pudiese asegurar ninguna de ellas.

—Parece que le han roto la cabeza contra la puerta!— esclamaba una parda vieja, haciendo mil aspavientos.

—¡Virgen Santa!—decía otra.—¿Será posible que estas cosas se hagan? Pobrecito! ¡Quién será!

—Hijo de Dios! Dª Domitila, ¡quién sabe si ha tenido cómo defenderse!

—Asesinos!... Mire usted qué noticia para la pobre familia!

En otro grupo se oía:

—¿Sabe lo que debe ser, Dª Manuela?

—¿Qué cree usted que podrá ser, señora?

—Para mí, es cuestión de amores!