–No, no es nada; qué sé yo...
–¿Quiere algo?, ¿necesita algo?
–Un vaso de agua.
Eugenia, como quien ve un agarradero, salió de la estancia para ir ella misma a buscar el vaso de agua, que se lo trajo al punto. El agua tembloteaba en el vaso; pero más tembló este en manos de Augusto, que se lo bebió de un trago, atropelladamente, vertiéndosele agua por la barba, y sin quitar en tanto sus ojos de los ojos de Eugenia.
–Si quiere usted –dijo ella–, mandaré que le hagan una taza de té, o de manzanilla, o de tila... ¿Qué, se ha pasado?
–No, no, no fue nada; gracias, Eugenia, gracias –y se enjugaba el agua de la barba.
–Bueno, pues ahora siéntese usted –y cuando estuvieron sentados prosiguió ella–: Le esperaba cualquier día y di orden a la criada de que aunque no estuviesen mis tíos, como sucede algunas tardes, le hiciese a usted pasar y me avisara. Así como así, deseaba que hablásemos a solas.
–¡Oh, Eugenia, Eugenia!
–Bueno, las cosas más fríamente. Nunca me pude imaginar que le daría tan fuerte, porque me dio usted miedo cuando entré aquí; parecía un muerto.
–Y más muerto que vivo estaba, créamelo.
–Va a ser menester que nos expliquemos.