XII
–Señorito –entró un día después a decir a Augusto Liduvina–, ahí está la del planchado.
–¿La del planchado? ¡Ah, sí, que pase!
Entró la muchacha llevando el cesto del planchado de Augusto. Quedáronse mirándose, y ella, la pobre, sintió que se le encendía el rostro, pues nunca cosa igual le ocurrió en aquella casa en tantas veces como allí entró. Parecía antes como si el señorito ni la hubiese visto siquiera, lo que a ella, que creía conocerse, habíala tenido inquieta y hasta mohína. ¡No fijarse en ella! ¡No mirarla como la miraban otros hombres! ¡No devorarla con los ojos, o más bien lamerle con ellos los de ella y la boca y la cara toda!
–¿Qué te pasa, Rosario, porque creo que te llamas así, no?
–Sí, así me llamo.
–Y ¿qué te pasa?
–¿Por qué, señorito Augusto?