—Hoy te retrasaste un poco, chico—dijo Víctor a Augusto—, ¡tú, tan puntual siempre!
—Qué quieres... quehaceres...
—¿Quehaceres, tú?
—Pero ¿es que crees que sólo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras.
—O yo más simple de lo que tú crees...
—Todo pudiera ser.
—¡Bien, sal!
Augusto avanzó dos casillas el peón del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de ópera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez, y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?»