–Yo los conozco, hombre, yo –exclamó su señora; y volviéndose a Augusto–: tiene usted abiertas las puertas de esta casa... Pues ¡no faltaba más! Al hijo de doña Soledad... Así como así, va usted a ayudarme a quitar a esa chiquilla un caprichito que se le ha metido en la cabeza...
–¿Y la libertad? –insinuó don Fermín.
–Cállate tú, hombre, y quédate con tu anarquismo.
–¿Anarquismo? –exclamó Augusto.
Irradió de gozo el rostro de don Fermín, y añadió con la más dulce de sus voces:
–Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista místico, pero en teoría, entiéndase bien, en teoría. No tema usted, amigo –y al decir esto le puso amablemente la mano sobre la rodilla–, no echo bombas. Mi anarquismo es puramente espiritual. Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre casi todas las cosas...
–Y usted, ¿no es anarquista también? –preguntó Augusto a la tía, por decir algo.
–¿Yo? Eso es un disparate, eso de que no mande nadie. Si no manda nadie, ¿quién va a obedecer? ¿No comprende usted que eso es imposible?
–Hombres de poca fe, que llamáis imposible... –empezó don Fermín.
Y la tía, interrumpiéndole:
–Pues bien, mi señor don Augusto, pacto