VIII
Augusto temblaba y sentíase como en un potro de suplicio en su asiento; entrábanle furiosas ganas de levantarse de él, pasearse por la sala aquella, dar manotadas al aire, gritar, hacer locuras de circo, olvidarse de que existía. Ni doña Ermelinda, la tía de Eugenia, ni don Fermín, su marido, el anarquista teórico y místico, lograban traerle a la realidad.
–Pues sí, yo creo –decía doña Ermelinda–, don Augusto, que esto es lo mejor, que usted se espere, pues ella no puede ya tardar en venir; la llamo, ustedes se ven y se conocen y este es el primer paso. Todas las relaciones de este género tienen que empezar por conocerse, ¿no es así?
–En efecto, señora –dijo, como quien habla desde otro mundo, Augusto–, el primer paso es verse y conocerse...
–Y yo creo que así que ella le conozca a usted, pues... ¡la cosa es clara!
–No tan clara –arguyó don Fermín–. Los