amapola o blanco cual un lirio cuando sus ojos llenen el hueco de esa puerta?, ¿no estallará mi corazón?»
Oyóse un ligero rumor, como de paloma que arranca en vuelo, un ¡ah! breve y seco, y los ojos de Eugenia, en un rostro todo frescor de vida y sobre un cuerpo que no parecía pesar sobre el suelo, dieron como una nueva y misteriosa luz espiritual a la escena. Y Augusto se sintió tranquilo, enormemente tranquilo, clavado a su asiento y como si fuese una planta nacida en él, como algo vegetal, olvidado de sí, absorto en la misteriosa luz espiritual que de aquellos ojos irradiaba. Y sólo al oír que doña Ermelinda empezaba a decir a su sobrina: «Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez...» , volvió en sí y se puso en pie procurando sonreír.
–Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez, que desea conocerte...
–¿El del canario? –preguntó Eugenia.
–Sí, el del canario, señorita –contestó Augusto acercándose a ella y alargándole la mano. Y pensó: «¡Me va a quemar con la suya!»
Pero no fue así. Una mano blanca y fría, blanca como la nieve y como la nieve fría, tocó su mano. Y sintió Augusto que se derramaba por su ser todo como un fluido de serenidad.
Sentóse Eugenia.