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Página:Niebla (nivola).djvu/82

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unos días después de haberme dirigido una carta...

–En efecto, no lo niego.

–Pues bien, caballero, la contestación a esa carta se la daré cuando mejor me plazca y sin que nadie me cohiba a ello. Y ahora vale más que me retire.

–¡Bien, muy bien! ––exclamó don Fermín–. ¡Esto es entereza y libertad! ¡Esta es la mujer del porvenir! ¡Mujeres así hay que ganarlas a puño, amigo Pérez, a puño!

–¡Señorita...! –suplicó Augusto acercándose a ella.

–Tiene usted razón –dijo Eugenia, y le dio para despedida la mano, tan blanca y tan fría como antes y como la nieve.

Al dar la espalda para salir y desaparecer así los ojos aquellos, fuentes de misteriosa luz espiritual, sintió Augusto que la ola de fuego le recorría el cuerpo, el corazón le martillaba el pecho y parecía querer estallarle la cabeza.

–¿Se siente usted malo? –le preguntó don Fermín.

–¡Qué chiquilla, Dios mío, qué chiquilla! –exclamaba doña Ermelinda.

–¡Admirable!, ¡majestuosa!, ¡heroica! ¡Una mujerl, ¡toda una mujer! –decía Augusto.

–Así creo yo –añadió el tío.

–Perdone, señor don Augusto –repetíale la tía–, perdone; esta chiquilla es un pequeño erizo; ¡quién lo había de pensar!...