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CARTA XXXIX

Las señales que la viruela ha dejado en el rostro de la pobre marquesa, la hacen insociable. Su resolución de no mostrarse á nadie, no me sorprende. Si el acci- dente que la humilla no hubiese sucedido, ¿cuánto no hubiera hecho sufrir al cabailero? ¿No prueba eso que la virtud de las mujeres depende de las circunstan- cias y que disminuye con su orgullo? Pero temo un ejemplo tan perjudicial para la condesa. Nada es tan peligroso para una mujer como las debilidades de su amiga; el amor seduce por contagio. La mujer cul- pable se interesa, para justificarse, en conducir á su amiga al mismo precipicio. No me extraño de lo que la marquesa dice en vuestro favor. Las dos se han dejado guiar por los mismos principios. ¡Qué ver- gúenza para la marquesa que esos principios sólo hayan servido para guardar á la condesa. La mar- quesa tiene además una razón para contribuir á la caída de su amiga; se ha quedado fea y, por consi- guiente, obligada si quiere conservar á un amante á algunas complacencias más. ¿Cómo va á sufrir tran- quila que otra lo conserve á menos precio? Sería reco- nocer una superioridad humillante; estoy segura de