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II

Volviendo al emigrado de referencia, diremos que era bastante joven, de buen aspecto, de reconocida ilustración, de modales no comunes, y todo lo que, en fin, pudiera llamarse una persona decente.

Era nada menos que sacerdote, y existían ideas vagas y sospechas de que hubiera hecho por allá algunas diabluras.

Según principios teológicos y de derecho canónico, el sacerdocio imprime carácter; es decir, que desde el momento en que se principia á ejercerlo, queda el alma como marcada por sello indeleble; de modo que con esa especie de lacre, se diferenciará de la de los demás hombres hasta en el mismo infierno.

Esto no impide que los sacerdotes hagan de cuando en cuando algunas picardías.

¿Y qué tiene eso de raro?

Son hombres enteramente iguales á los otros, exceptuando lo del sello.

El emigrado á que aludimos era sacerdote, como hemos dicho.

Tenía entonces la potestad de orden, inherente á su ordenación de prebítero; y carecía de la de jurisdicción, por falta de territorio ó señalamiento de súbditos.

Pertenecía, pues, al segundo grado de la jerarquía de derecho divino, y estaba, por consiguiente, habilitado para la celebración de las cosas sagradas, como tal sacerdote á sacris faciendis.

Podía así predicar, perdonar los pecados, celebrar el sacrificio de la misa, dar la eucaristía y extrema-unción, bautizar, bendecir las cosas no reservadas á los obispos, y presidir al pueblo en funciones religiosas.

Y como tal clérigo de orden mayor, estaba adscrito perpetuamente al servicio de la Iglesia, sin poder