Poco después, la triste luz de la vela alumbrada dos cadáveres: el de la madre y el de la hija.
Estaba terminada la obra.
Todas las puertas se hallaban cerradas; era más de la una de la noche, y aquellas sangrientas y lúgubres escenas quedaban únicamente confiadas á la frialdad y sombra de las paredes.
Pálido, con las facciones contraídas y fisonomía de demonio, el cura contempló durante unos instantes los inertes y silenciosos cadáveres de la madre y de la hija.
Luego miró la luz de la vela con intención de apagarla; pero rechazó la idea porque necesitaba trabajar á su resplandor para borrar las huellas de su tremendo crimen.
Se mantuvo inmóvil y vacilante respecto de lo que debería hacer para tal fin, por unos momentos, con la vista helada y las manos caídas.
Le pareció que la llama de la vela latía y tomaba cierto color de púrpura, mientras que alrededor de sus resplandores siniestros se abrían y estrechaban paréntesis de tinieblas, ó especie de aleteo de aves nocturnas.
Un silencio verdaderamente sepulcral llenaba la estancia.
Luego sintió ruido hacia el local de la Iglesia, en dirección al altar mayor.
Penetró en ella con pasos sigilosos.
Los altares de las capillas, las velas, flores é imágenes, estaban en completa calma, y como envueltos en sombras de sueño misterioso.
Débil lampara alumbraba el santuario. Respiró con gran ansiedad aquella atmósfera perfumada por la cera, por cierta vejez de los sagrarios, bancos é imágenes, y por algo de incienso de los días anteriores.